terça-feira, 22 de fevereiro de 2011

“La Iglesia no es gobernada por decisiones de mayorías sino por la fe”

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En la Fiesta de la Cátedra de San Pedro, presentamos un bellísimo texto del Cardenal Joseph Ratzinger en el cual, interpretando las esculturas del altar de la cátedra de la Basílica de San Pedro, el actual Papa meditaba sobre la Iglesia y el ministerio petrino.
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Quien después de haber recorrido toda la grandiosa nave central de la basílica de San Pedro llega finalmente al altar que cierra el ábside, podría esperarse una representación triunfal de San Pedro, sobre cuya tumba ha sido construida esta iglesia.

Y, en cambio, no hay nada de eso: la figura del Apóstol no aparece entre las obras esculturales de este altar. En su lugar nos encontramos frente a un trono vacío, que parece casi mantenerse suspendido pero que, en realidad, está sostenido por las cuatro figuras de los grandes Padres de la Iglesia de Occidente y de Oriente. La luz tenue, que llega sobre el trono, proviene de la ventana de arriba, que está rodeada por ángeles suspendidos en al aire que, a su vez, conducen el flujo de la luz hacia abajo.

¿Qué significado puede tener este conjunto de esculturas? ¿Qué nos dice? Me parece que contiene una profunda interpretación de la esencia de la Iglesia y, con ella, una interpretación del magisterio petrino.

Comencemos por la ventana, que con sus tenues colores recoge lo que está en el interior y lo abre hacia el exterior y hacia lo alto. Ella vincula a la Iglesia con la creación en su totalidad: mediante la representación de la paloma del Espíritu Santo interpreta a Dios como la verdadera fuente de toda luz. Pero nos dice también otra cosa: la Iglesia misma es, en su esencia, una ventana, el espacio en que el misterio trascendente de Dios viene al encuentro de nuestro mundo; ella representa el hacerse transparente del mundo al esplendor de su luz. La Iglesia no existe por sí misma, no es un fin sino un inicio que remite más allá de sí misma y por sobre nosotros. Ella corresponde a la propia esencia en la medida en que se vuelve transparente para el otro del que proviene y al que conduce. A través de la ventana de su fe, Dios entra en este mundo y despierta en nosotros el deseo de lo que es más grande.

La Iglesia es llegada y partida: de Dios hacia nosotros, de nosotros hacia Dios. Su tarea es abrir de par en par más allá de sí mismo un mundo que se cierra en sí mismo, donarle aquella luz sin la cual sería inhabitable.

Veamos ahora el nivel sucesivo de este altar: la cátedra vacía de bronce dorado, que contiene una sede de madera del siglo IX, por largo tiempo considerada la cátedra del apóstol Pedro y que, por tal razón, fue colocada en este lugar. Se aclara ya de este modo el significado de esta parte del altar.

La sede de san Pedro dice aquello que más de una imagen podría decir. Expresa la presencia permanente del Apóstol, que está presente, como magisterio docente, en sus sucesores.

La sede del Apóstol es un símbolo de soberanía, es el trono de la verdad, que en la hora de Cesarea se convierte en el mandato suyo y de sus sucesores. La sede magisterial renueva en nosotros la memoria de las palabras pronunciadas por el Señor en el cenáculo: “Yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos” (Lc. 22, 32).

Pero la sede del Apóstol se vincula también a otro recuerdo: las palabras de Ignacio de Antioquia, que en su carta a los Romanos, escrita en torno al año 110, llamaba a la Iglesia de Roma “aquella que preside en la caridad”.

Para presidir en la fe es necesario presidir en el amor: las dos cosas, de hecho, son inseparables. Una fe sin amor no sería la fe de Jesucristo. Pero la imagen de San Ignacio era todavía más concreta: la palabra “caridad” en el lenguaje de la Iglesia de los orígenes indicaba también la Eucaristía. La Eucaristía nace, de hecho, del amor de Cristo, que ha dado su vida por nosotros.

En la Eucaristía, Él continúa comunicándose con nosotros, se pone a sí mismo en nuestras manos. Mediante la Eucaristía sigue cumpliendo su promesa de atraernos a todos hacia sí, en sus brazos abiertos sobre la cruz (cfr. Jn. 12, 32). En el abrazo de Cristo somos conducidos los unos hacia los otros. Somos acogidos en el único Cristo y, de este modo, ahora nos pertenecemos mutuamente: no puedo considerar ya como un extraño a aquel que, como yo, está en el único abrazo de Cristo.

Ahora bien, estos no son remotos pensamientos místicos. La Eucaristía es la forma fundamental de la Iglesia: ésta se realiza en la asamblea eucarística. Y ya que todas las asambleas en todos los lugares y en todos los tiempos pertenecen siempre y sólo al único Cristo, ellas, en su totalidad, forman una única Iglesia. Se puede decir que, de algún modo, ellas extienden sobre el mundo una red de fraternidad y que vinculan entre sí a los de cerca y a los de lejos, de modo que por medio de Cristo son todos cercanos. Sin embargo, en nuestro modo de pensar habitual, está a menudo la idea de que el amor y el orden están en contraposición: donde hay amor, no hay más necesidad de orden, porque ya todo está claro. Pero se trata de un error, tanto respecto al orden como respecto al amor. El justo orden humano es una cosa muy distinta de la jaula en la que se encierra a las bestias feroces para mantenerlas vigiladas. El orden auténtico es atención al otro y a sí mismo, tanto más objeto de amor cuanto más es comprendido en su verdadero significado.

Por eso, el orden pertenece a la Eucaristía y su orden es el núcleo auténtico del orden de la Iglesia. La sede vacía, que remite al primado en el amor, nos habla por lo tanto del acuerdo entre amor y orden. En su dimensión más profunda nos remite a Cristo, como a Aquel que de manera más propia y auténtica preside en el amor.

Nos remite al hecho de que la Iglesia tiene su centro en la Misa. Nos dice que la Iglesia puede permanecer como una sola cosa a partir de la comunión con el Cristo crucificado. No hay habilidad organizativa que puede garantizar su unidad. Ella puede ser y permanecer Iglesia universal sólo si su unidad es más que organización, si vive de Cristo. Sólo la fe eucarística, sólo el reunirse en torno al Señor presente, puede hacerla duradera. Y de aquí adquiere sentido su orden.

La Iglesia no es gobernada por decisiones tomadas por mayorías sino por la fe, que madura en el encuentro con Cristo en la celebración eucarística. El ministerio petrino es primado en el amor, es decir, preocupación porque la Iglesia reciba su dimensión de la Eucaristía. La Iglesia estará tanto más unida en cuanto más viva del criterio eucarístico y en la Eucaristía se mantenga fiel al criterio de la tradición de la fe.

Tanto más entonces de la unidad crecerá también el amor que se dirige al mundo: la Eucaristía se funda, de hecho, en el acto de amor de Jesucristo hasta la muerte. Por otra parte, es claro que esto significa también que no puede amar quien ve el dolor como algo que debe eliminarse o, en todo caso, dejarse para los otros. “Primado en el amor”: al comienzo hemos hablado del trono vacío pero es ya claro que el “trono” de la Eucaristía no es el trono del poder sino la dura e incómoda sede de quien es servidor.

Miremos ahora al tercer nivel de este altar: a los Padres, que sostienen el trono del servicio. Los dos maestros del Oriente, Juan Crisóstomo y Atanasio, junto con los latinos, Ambrosio y Agustín, encarnan la totalidad de la tradición y, por lo tanto, la plenitud de la fe de la única Iglesia.

Dos reflexiones son importantes aquí. El amor se apoya sobre la fe. Esto se desmorona donde el hombre está privado de orientaciones; se desmorona donde el hombre no es ya capaz de escuchar a Dios. Como el amor y con el amor, también el orden y el derecho se apoyan sobre la fe, también la autoridad de la Iglesia se apoya sobre la fe. La Iglesia no puede pensar por sí misma como quiere ordenarse; puede sólo intentar comprender cada vez mejor la voz interior de la fe y vivir según ella.

No tiene necesidad del principio de mayoría, que siempre tiene en sí mismo algo de rígido: en nombre de la paz, la parte que pierde debe plegarse a la decisión de la mayoría, aún cuando esta decisión es una tontería o incluso perjudicial. En los ordenamientos sociales las cosas tal vez no pueden ir de otra manera. Pero en la Iglesia el vínculo con la fe nos tutela a todos: cada uno está vinculado a ella y, precisamente por eso, el orden sacramental garantiza más libertad de aquella que podrían garantizar aquellos que quieren someter también a la Iglesia al principio de mayoría.

A esto se agrega la segunda reflexión. Los Padres de la Iglesia aparecen como los garantes de la fidelidad a la Sagrada Escritura. Las hipótesis de la exégesis humana vacilan. No pueden sostener el trono. La fuerza vital de la palabra de la Escritura es explicada y hecha propia en la fe que los Padres y los grandes concilios han extraído de ella. Quien a ello se atiene, ha descubierto aquello que da un fundamento estable en el cambiar de los tiempos.

Al final, sin embargo, más allá de las partes singulares, no podemos olvidarnos del conjunto. De hecho, los tres niveles del altar nos transportan en un movimiento que es al mismo tiempo de ascenso y de descenso. La fe lleva al amor. Precisamente por esto se ve si es realmente fe. Una fe sombría, refunfuñadora, egoísta, es una fe falsa. Quien descubre a Cristo, quien descubre la red universal del amor que Él ha sembrado en la Eucaristía, debe ser alegre y debe a su vez convertirse en una persona que sabe dar. La fe lleva al amor, y sólo mediante el amor alcanzamos la altura de la ventana, la mirada al Dios viviente, el contacto con la luz fluctuante del Espíritu Santo.

De este modo, las dos direcciones se compenetran: de Dios viene la luz, se despiertan y descienden la fe y el amor, para luego acogernos en la escalera que por la fe lleva nuevamente al amor y a la luz del Eterno.

La dinámica interna en que el altar nos inserta deja entrever todavía un último elemento: la ventana del Espíritu Santo no está aislada en sí misma. Está rodeada por la rebosante plenitud de los ángeles, por un coro de alegría. El mensaje que esta imagen quiere comunicarnos es que Dios no está nunca solo. Esto estaría en contradicción con su esencia. El amor es participación, comunión, alegría. Esta percepción hace surgir también otra consideración: la luz se acompaña con la música. Parece realmente escuchar cantar a estos ángeles, dado que no logramos imaginar en silencio estas corrientes de alegría, y tampoco como palabras o como gritos, sino sólo como celebración de alabanza, en la cual armonía y multiplicidad se convierten en una única cosa. “Tú reinas entre las alabanzas de Israel”, se dice en el salmo (22, 4).

La celebración de alabanza es, por así decir, la nube de la alegría a través de la cual Dios llega y que lo acompaña en este mundo. Por eso, en la celebración eucarística la luz eterna entra en nuestro mundo y hace resonar el sonido de la alegría de Dios. En ella caminamos a tientas hacia el consolador esplendor de esta luz, emergiendo desde lo profundo de nuestras preguntas y de nuestra confusión y subiendo por la escalera que lleva de la fe al amor y abre así la mirada de la esperanza.

Joseph Ratzinger, “Imágenes de esperanza. Las fiestas cristianas en compañía del Papa”, San Paolo 1999.

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Traducción: La Buhardilla de Jerónimo