quinta-feira, 12 de novembro de 2009

El padre Iraburu denuncia en su última columna la proliferación de las herejías en el seno de la Iglesia


José María Iraburu

José María Iraburu

(Pamplona, 1935-), estudié en Salamanca y fuí ordenado sacerdote (Pamplona, 1963). Primeros ministerios pastorales en Talca, Chile (1964-1969). Doctorado en Roma (1972), enseñé Teología Espiritual en Burgos, en la Facultad de Teología (1973-2003), alternando la docencia con la predicación de retiros y ejercicios en España y en Hispanoamérica, sobre todo en Chile, México y Argentina. Con el sacerdote José Rivera (+1991) escribí Espiritualidad católica, la actual Síntesis de espiritualidad católica. Con él y otros establecimos la Fundación GRATIS DATE (1988-). He colaborado con RADIO MARIA con los programas Liturgia de la semana, Dame de beber y Luz y tinieblas (2004-2009). Y aquí me tienen ahora con ustedes en este blog, Reforma o apostasía.

(39) Innumerables herejías actuales

–Salimos de Pie para hundirnos en un mar de herejías. Vamos bien…
–Ya sé que otros temas podrían atraer a mi blog a más lectores, que van a pasar de largo al ver este artículo. ¿Pero ese pasotismo de tantos cristianos ante la multiplicación de las herejías en la Iglesia no está exigiendo urgentemente la existencia de mi blog? Reforma o apostasía.

En los últimos tiempos la Bestia diabólica ataca a la Iglesia con especial fuerza. Y lo hace por medios muy diversos que se refuerzan entre sí. Señalo algunos principales.

La persecución sangrienta hasta el martirio. Según se informó en un Symposium sobre «los testigos de la fe en el siglo XX», celebrado en Roma con ocasión del Jubileo del año 2000, de los 40 millones de mártires habidos en los veinte siglos de la Iglesia, cerca de 27 millones murieron mártires en el siglo XX. Obviamente, es muy difícil hacer ese cálculo numérico. Otros datos se dan, por ejemplo, en el libro de Antonio Socci, I nuovi perseguitati, de 2002, donde calcula el autor que 70 millones de cristianos han muerto mártires en la historia de la Iglesia, y que de ellos 45 millones y medio, el 65%, han sido mártires del siglo XX. En todo caso, parece un dato cierto que nunca el Enemigo ha perseguido tan fuertemente a la Iglesia como en nuestro tiempo. Sin embargo, tanto el Príncipe de este mundo como los Principales anti-cristos que le sirven, entienden que no es ésa, de ningún modo, la manera más eficaz de acabar con Cristo en el mundo.

El silenciamiento de las grandes verdades de la fe es una vía bastante más eficaz que la persecución sangrienta para debilitar a la Iglesia y acabar con ella progresivamente. A este tema dediqué la última serie de los artículos de mi blog:

Las verdades silenciadas de la fe (23-24) implican, sin duda, herejías, que hoy no son suficientemente rechazadas, pues es frecuente un lenguaje católico oscuro y débil (24). Por el contrario, para afirmar la verdad revelada y vencer los errores contrarios, y al mismo tiempo para llamar a conversión, es decir, para predicar el Evangelio, hemos de emplear el lenguaje de Cristo, claro y fuerte (25), el lenguaje de San Pablo (26) y el de tantos otros predicadores y defensores de la fe católica: Castellani (27), San Francisco Javier (28), San Juan Crisóstomo (29), San Ignacio de Loyola (30-31), San Juan de Ávila (32), el Cardenal Pie, Obispo de Poitiers (33-36).

Por último, la difusión de herejías dentro de la misma Iglesia es sin duda el medio más eficaz para acabar con ella, al menos en ciertas regiones del mundo. La Iglesia del Dios vivo, «columna y fundamento de la verdad» (1Tim 3,15), está edificada sobre la roca de la fe. Puede el pueblo cristiano conservar la fe, puede proseguir el flujo de las vocaciones sacerdotes y religiosas, pueden mantener las familias la vida cristiana, aunque se den, por ejemplo, graves escándalos morales en los altos dignatarios de la Iglesia. Lo hemos comprobado en no pocos momentos de la historia de la Iglesia. Pero si el Enemigo, con sus secuaces, logra minar la roca de la fe católica con innumerables escándalos doctrinales, la Iglesia entonces necesariamente se va arruinando y puede llegar en un lugar a derrumbarse.

Pongo solamente un ejemplo: si se elimina prácticamente la soteriología –salvación o condenación–, cesan las vocaciones sacerdotales, y van apagándose los fuegos de la Eucaristía en el mundo. Los sacerdotes que al predicar en un funeral dan automáticamente por salvado al difunto, suprimen el purgatorio, eliminan la soteriología evangélica, y difundiendo eficazmente estas herejías, colaboran más eficazmente al acabamiento de la Iglesia que las persecuciones sangrientas que producen mártires.

Pues bien, si la proliferación actual de la herejías es un tema que a algunos lectores no les interesa, pueden pasar de largo, y buscarse otras lecturas más interesantes. Yo no puedo evitarlo; solo lamentarlo.

La multiplicación de las herejías en la Iglesia actual es un hecho evidente. Hay muchos buenos cristianos que son testigos muy dolidos, y a veces desconcertados y escandalizados, a causa de esa realidad. Ya traté al tema en Infidelidades en la Iglesia. Pero quiero reafirmar aquí que la proliferación de herejías dentro de la Iglesia actual es atestiguada por personas altamente fidedignas, cuyos testimonios debemos recordar.

Pablo VI (+1978) sufrió mucho al ver difundirse tantos errores, herejías y abusos en el tiempo posterior al Concilio Vaticano II, sin tener a éste, por supuesto, como causa. Sus más graves diagnósticos de situación comenzaron a producirse con ocasión de los rechazos, incluso episcopales, de su encíclica Humanæ vitæ, de 1968. La «revolución del 68» también se produjo, a su modo, en el mundo cristiano. «La Iglesia se encuentra en una hora inquieta de autocrítica o, mejor dicho, de autodemolición… La Iglesia está prácticamente golpeándose a sí misma» (7-XII-1968). «Por alguna rendija se ha introducido el humo de Satanás en el templo de Dios» (29-VI-1972; cf., meses después, el amplio discurso sobre el demonio y su acción, 15-XI-1972). Es lamentable «la división, la disgregación que, por desgracia, se encuentra en no pocos sectores de la Iglesia» (30-VIII-1973). «La apertura al mundo fue una verdadera invasión del pensamiento mundano en la Iglesia» (23-XI-1973).

Según escribe el historiador Ricardo de la Cierva, «la conciencia de la crisis ya no abandonó a Pablo VI hasta su muerte. Se atribuía una seria responsabilidad personal y pastoral en ella, que minaba su salud y le hacía envejecer prematuramente. Ante su confidente Jean Guitton hizo, poco antes de morir, esta confesión dramática: “Hay una gran turbación en este momento de la Iglesia y lo que se cuestiona es la fe. Lo que me turba cuando considero al mundo católico es que dentro del catolicismo parece a veces que pueda dominar un pensamiento de tipo no católico, y puede suceder que este pensamiento no católico dentro del catolicismo se convierta mañana en el más fuerte. Pero nunca representará el pensamiento de la Iglesia. Es necesario que subsista una pequeña grey, por muy pequeña que sea”. Años después Guitton comentaba: “Pablo VI tenía razón. Y hoy nos damos cuenta. Estamos viviendo una crisis sin precedentes. La Iglesia, es más, la historia del mundo, nunca ha conocido crisis semejante… Podemos decir, que por primera vez en su larga historia, la humanidad en su conjunto es a-teológica, no posee de manera clara, pero diría que tampoco de manera confusa, el sentido de eso que llamamos el misterio de Dios”» (La hoz y la cruz, Ed. Fénix 1996, pg.84).

Juan Pablo II (+2005), en un discurso a misioneros populares (6-2-1981), afirmaba hace ya tres décadas que la Iglesia católica sufre en su interior falsificaciones doctrinales muy frecuentes, y éstas no han disminuido en los años más recientes:

«Es necesario admitir con realismo, y con profunda y atormentada sensibilidad, que los cristianos de hoy, en gran parte, se sienten extraviados, confusos, perplejos, e incluso desilusionados. Se han esparcido a manos llenas ideas contrastantes con la verdad revelada y enseñada desde siempre. Se han propalado verdaderas y propias herejías en el campo dogmático y moral, creando dudas, confusiones, rebeliones. Se ha manipulado incluso la liturgia. Inmersos en el relativismo intelectual y moral, y por tanto en el permisivismo, los cristianos se ven tentados por el ateísmo, el agnosticismo, el iluminismo vagamente moralista, por un cristianismo sociológico, sin dogmas definidos y sin moral objetiva».

El Cardenal Ratzinger, en su Informe sobre la fe, de 1984, señalaba esa misma proliferación innumerable de doctrinas falsas, tanto en temas dogmáticos como morales (BAC, Madrid 1985).

«Gran parte de la teología parece haber olvidado que el sujeto que hace teología no es el estudioso individual, sino la comunidad católica en su conjunto, la Iglesia entera. De este olvido del trabajo teológico como servicio eclesial se sigue un pluralismo teológico que en realidad es, con frecuencia, puro subjetivismo, individualismo que poco tiene que ver con las bases de la tradición común» (80)… Así se ha producido un «confuso período en el que todo tipo de desviación herética parece agolparse a las puertas de la auténtica fe católica» (114). Entre los errores más graves y frecuentes, en efecto, pueden señalarse temas como el pecado original y sus consecuencias (87-89, 160-161), la visión arriana de Cristo (85), el eclipse de la teología de la Virgen (113), los errores sobre la Iglesia (53-54, 60-61), la negación del demonio (149-158), la devaluación de la redención (89), y tantos otros errores relacionados necesariamente con éstos.

Actualmente dentro del campo de la Iglesia corren otras muchas herejías sobre temas de suma importancia: la divinidad de Jesucristo, la condición sacrificial y expiatoria de su muerte, la historicidad de sus milagros y de su resurrección, la virginidad de María, el purgatorio, los ángeles, el infierno, la Presencia eucarística, la Providencia divina, la necesidad de la gracia, de la Iglesia, de los sacramentos, el matrimonio, la vida religiosa, el Magisterio, etc. Puede decirse que las herejías teológicas actuales han impugnado prácticamente todas las verdades de la fe católica. Y aunque los errores más ruidosos son aquellos referidos a cuestiones morales –aceptación de la anticoncepción, del aborto, de la homosexualidad activa, del nuevo «matrimonio» de los divorciados, etc.–, ciertamente los errores más graves son los doctrinales, los que más directamente lesionan la roca de la fe sobre la que se alza la Iglesia.

Benedicto XVI, en un importante discurso dirigido a los más altos responsables de la Curia Romana (22-XII-2005), se preguntaba «¿por qué la recepción del Concilio, en grandes zonas de la Iglesia, se ha realizado hasta ahora de un modo tan difícil?». Y en su condición de Papa teólogo señalaba con exacto diagnóstico la causa general de los múltiples errores y abusos de la Iglesia en nuestro tiempo. «Existe por una parte una interpretación [del Concilio] que se podría llamar “hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura”, que con frecuencia ha contado con la simpatía de los medios de comunicación y también de una parte de la teología moderna. Por otra parte, está la “hermenéutica de la reforma”, de la renovación dentro de la continuidad del único sujeto-Iglesia, que el Señor nos ha dado: es un sujeto que crece en el tiempo y se desarrolla, pero permaneciendo siempre el mismo, único sujeto del pueblo de Dios en camino… La hermenéutica de la discontinuidad corre el riesgo de acabar en una ruptura entre la Iglesia preconciliar y la Iglesia posconciliar. Afirma que los textos del Concilio como tales no serían la verdadera expresión del espíritu del Concilio… Sería preciso seguir no los textos del Concilio, sino su espíritu. De ese modo, como es obvio, se deja espacio a cualquier arbitrariedad».

Nunca la Iglesia ha tenido tantas luces de verdad, y nunca ha sufrido una invasión de herejías semejante. Las dos frases son verdaderas, aunque parezcan contradictorias. Pero entonces, si es verdad que hay en la Iglesia actual tanta y tan luminosa doctrina, ¿cómo se explica que sufra hoy el pueblo cristiano tan generalizadas confusiones y errores en temas de fe? Trataré, con el favor de Dios, de esta grave cuestión con todo cuidado.

José María Iraburu, sacerdote

Fuente: Sector católico